Abelardo nació en 1079 en Palais, Alta Bretaña, una aldea próxima a Nantes. Berengario, su padre, era una persona culta e ilustre que supo hacerse cargo de la educación de su hijo y sus hermanos.
Siendo muy joven, Abelardo fue destinado a la carrera militar, que luego abandono por su pasión por el estudio. Cultivó todos los saberes de su tiempo, incluyendo la música y el canto.
Y fue por el estudio que renunció tanto a su herencia como a su primogenitura. Abelardo, inteligente y tolerante, fue paradójicamente asceta o sensual, según los vaivenes de su corazón.
A los 20 años, Abelardo se marchó a París, dedicándose a la filosofía. Estableció una escuela en la colina de Santa Genoveva y a la misma atrajo a una gran multitud de alumnos de los que mereció profundo respeto. Años mas tarde, sus obras De trinitate y su Introducción a la teología, despertarían grandes polémicas y serían condenadas por la Iglesia Romana.
Tuvo su primera escuela en Melun y en Corbeil para regresar a los 25 años a París en donde se entregó plenamente al debate filosófico. Abelardo se hizo discípulo de Anselmo para aprender teología. Luego comenzó a debatir con su maestro, al que venció en una discusión pública, quedándose así con todos sus discípulos. La soberbia de Abelardo ase despertó como consecuencia de su constancia en el estudio y su habilidad retórica.
Eloísa, era una bella joven de talento excepcional, sobrina de Fulberto, canónigo de París. Había nacido en 1101 y tenía entonces 17 años. Abelardo, que vivía en casa de Fulberto, sedujo a Elosía bajo el pretexto de cultivar su formación filósofica: “inflamado de amor, busque ocasión de acercarme a Eloísa y en consecuencia, trace mi plan.”, decía Abelardo en una epístola dirigida a uno de sus amigos.
Cuando Eloísa quedó embarazada, Aberlardo decidió raptarla para conducirla a Bretaña. Allí, dio a luz un niño en la casa de la hermana de su amante. Pero cuando Abelardo regresó a París, Fulberto lo esperaba para ejecutar su venganza: sus emisarios multilarían sin mas al seductor de su sobrina.
Eloísa, sin otra alternativa, tomaría los hábitos en el convento de Argenteuil y Abelardo, ingresaría en el convento de Saint-Denis. Aunque éste, más adelante, abandonaría el claustro para dedicarse nuevamente a la enseñanza y al debate filosófico, aumentando su fama y con ella, la cantidad de seguidores y adversarios.
Abelardo, como consecuencia de sus ideas y discusiones teológicas, fue rechazado por los monjes de Saint-Denis, por lo que se retiró a la diósesis de Troyes donde se comprometió con una vida austera y rigurosa. Allí fundó el oratorio al Paracleto o Espíritu Santo Consolador, del que mas tarde Eloísa fuera abadesa.
Durante el Concilio de Sens, en 1140, San Bernando venció a Abelardo en una discusión pública. En consecuencia, fue condenado a cárcel perpetua (sentencia que luego fue conmutada por la clausura en un monasterio). Sin embargo, años después, el abad de Cluny, Pedro el Venerable, logró reconciliar a Bernardo y Abelardo.
Abelardo murió en la abadía de San Marcelo, en Chalons-sur-Saone, el 21 de abril de 1142. Tenía por entonces 63 años. En sus últimos años, había abandonado sus ideas heréticas, rechazando el arrianismo y el sabelianismo. Eloísa, reclamó su cuerpo.
Elosía murió en 1163, pero recién en 1808 los restos de ambos amantes fueron depositados juntos en el Museo de monumentos franceses de París. Finalmente en 1817, ambos fueron depositados en una misma tumba, en el cementerio del Pere Lachaise, de la misma capital. En rigor, los arqueólogos cuestionan la autenticidad de los restos. Pero en el terreno de lo legendario, la ficción y la realidad se tejen en una verdad de fe, que vale simplemente por el romanticismo del relato que los que escuchas desean creer.. Abelardo y Eloisa, aunque abocados al debate filosófico el uno, o la vida monástica la otra, nunca dejaron de amarse apasionadamente, pensando sin más, el uno en el otro. No pudieron morir juntos, pero protagonizaron la terrible desdicha de un amor imposible que si bien no les dio la felicidad de vivir uno cerca del otro, si les dio la de haberse sabido amados
Cartas de Abelardo y Eloisa
De Eloísa:
Tu sabes amado mío – y todos saben también – lo mucho que he perdido al perderte a ti. Y cómo la mala fortuna – valiéndose de la mayor y por todos conocida traición – me robó mi mismo ser al hurtarme de ti.
El nombre de esposa parece ser más santo y más vinculante, pero para mí la palabra más dulce es la de amiga y, si no te molesta, la de concubina o meretriz. Tan convencida estaba de que cuanto más me humillara por ti, más grata sería a tus ojos y también causaría menos daño al brillo de tu gloria.
Dios me es testigo de que, si Augusto – emperador del mundo entero – quisiera honrarme con el matrimonio y me diera la posesión de por vida, de toda la tierra, sería para mí mas honroso y preferiría ser llamada tu ramera, que su emperatriz.
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Mi bien amado, el azar acaba de hacer poner entre mis manos la carta de consuelo que escribiste a un amigo. Reconocí enseguida, por la letra, que era tuya. Me lancé sobre ella y la devoré con todo el ardor de mi ternura, puesto que he perdido la presencia corporal de aquel que la había escrito, al menos las palabras reanimarían un poco su imagen, en mi.
Y los recuerdos han vuelto a mí: esta carta, en cada línea, me abruma de hiel y de amargura, trazando la historia lamentable de nuestra conversión y los tormentos a los que sin cesar has sido sometido, tu, mi único.
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De Abelardo:
Tú sabes a qué bajeza arrastró mi desenfrenada concupiscencia a nuestros cuerpos. Ni el simple pudor, ni la reverencia debida a Dios fueron capaces de apartarme del cieno de la lascivia, ni siquiera en los días de la Pasión del Señor o de cualquier otra fiesta solemne. Merezco la muerte y alcanzo la vida. Se me llama y doy la espalda. Persisto en el crimen y soy perdonado contra mi voluntad.
Me dices: “Pero yo sufrí por ti”. No lo pongo en duda. Pero sufriste más por ti; y eso mismo contra tu voluntad. No por un amor que saliera de ti, sino por coacción mía. Ni redundó en tu salvación, sino en tu dolor. Él, en cambio, padeció porque quiso y te trajo la salvación; Él que con su pasión cura toda enfermedad y disipa toda pasión. En Éste – te lo suplico – no en mí has de centrar toda tu devoción, toda la compasión, toda compunción. Llora la gran injusticia cometida con un ser tan inocente y no llores la justa venganza de la equidad sobre mí – y, si quieres, como ya se dijo – la suprema gracia sobre nosotros dos.
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No me escribas más, Eloísa, no me escribas más; que ya es tiempo de poner fin a una correspondencia que hace infructuosas nuestras mortificaciones. no nos alucinemos: mientras nos lisonjee la idea de nuestros placeres pasados nuestra vida será tormentosa, y no gustaremos de las dulzuras de la soledad.
principiemos a hacer buen uso de nuestras austeridades, y no conservemos memorias criminosas entre los rigores de la penitencia. suceda a nuestro descarrío la mortificación de cuerpo y espíritu, un ayuno exacto, una soledad continua y sin intermisión, meditaciones profundas y santas, y un amor perpetuo y entrañable hacia nuestro dios justo y misericordioso. procuremos llevar la perfección religiosa a un punto a que no pueda llegarse sin dificultad: que es bien haya en el cristianismo algunas almas tan desprendidas de la tierra, de las criaturas, y de sí mismas, que parezcan independientes del cuerpo en que habitan, y le traten como a su esclavo.
Además que nunca puede elevarse con exceso, por muchos esfuerzos que haga, quien no intenta ascender hasta el criador, a fin de aproximarse a la divinidad, a que nuestros ojos no pueden acercarse sin infinita distancia. obremos por dios separados de sus criaturas y de nosotros mismos: no hagamos cuenta de nuestros deseos, ni de opiniones ajenas.
Si nos hallásemos en este estado, yo iría, Eloísa, con sumo gusto a habitar el paracleto; en él mis cuidados eficaces a favor de una comunidad que casi he fundado, la atraerían mil singulares beneficios: la instruiría con mis palabras, y la animaría con mi ejemplo: dirigiría o mas bien celaría el método de vida de tus hermanas: os haría orar, meditar, trabajar y callar; y yo mismo oraría, meditaría, trabajaría y guardaría silencio: algunas veces hablaría, pero para levantaros de vuestras caídas, para confortar vuestra flaqueza, para disipar vuestras tinieblas, y alumbraros en la oscuridad que llegará muchas veces a confundiros: os consolaría en ciertas ceguedades muy conocidas de las personas virtuosas y distinguidas por su fervor y su celo: reprimiría también la vivacidad del vuestro y de vuestra piedad, y pondría en vuestra austeridad un prudente medio; os enseñaría los deberes a que estáis sometidas, y aclararía las dudas que ocurriesen a vuestra débil razón; sería vuestro maestro y vuestro padre; y con prudente circunspección me manifestaría activo o pausado; blando o severo, según el diferente genio de las hermanas que intentase conducir por el rígido camino de la perfección cristiana.
¿Pero adónde me arrastra mi imaginación? ¡ah, que distantes estamos, amada Eloísa, de esta situacion bienaventurada! tu corazón da todavía pábulo a la funesta hoguera que
no puedes apagar, y yo no abrigo en el mio sino inquietud y zozobra: no creas, Eloísa, que disfruto una paz profunda: preciso es que por última vez te descubra la situación de mi pecho: aún no estoy desprendido de ti; lucho en vano con sensaciones tiernas y gratas en demasía; y, a pesar de mis esfuerzos, mi ternura me hace sensible a tus pesadumbres, y partícipes de ellas: tus cartas (confiésolo) han causado una impresión vivísima en mi pecho: no he podido leer con indiferencia letras formadas por mano tan querida. suspiro, lloro, y apenas tengo reflexión para ocultar a mis discípulos mi flaqueza. si, desgraciada Eloísa, este es el estado en que se encuentra el infeliz Abelardo. el mundo, que comunmente se engaña en sus juicios, me cree sosegado; y como si no hubiera amado en ti sino la satisfacción de mis sentidos, piensan que te he olvidado.
¡qué grosero error! sin duda creo se imaginaron las gentes cuando nos separamos que el dolor y vergüenza de verme cruelmente maltratado me hacían abandonar el siglo; como si mi amor, ingenioso en buscar contentamiento, no fuera capaz de inventar mil placeres tan sensibles como el que me privó Fulberto. tú sabes que fue el justo arrepentimiento de haber ofendido a nuestro dios la causa de retirarme. miré aquel fatal acontecimiento como una disposición secreta del cielo que castigaba nuestros pecados, y a tu riguroso tío como ministro de las venganzas del señor. la gracia sola me condujo a un asilo, donde hoy permanecería si mis contrarios me hubieran dejado; y he sufrido con paciencia sus persecuciones, conociendo era el mismo dios quien las promovía para mi purificación. Cuando me ha visto sumiso a sus decretos, me ha permitido justificar mi doctrina; he hecho pública su pureza, y demostrado por último que no solamente es católica y ortodoxa mi fe, sino que aun está exenta de la más minima novedad. ¡cuán dichoso fuera yo si no tuviera que temer sino a mis enemigos, ni otro obstáculo a mi salud que sus calumnias! pero tú, Eloísa, me haces temblar: tus cartas me manifiestan estar siempre sujeta a una fatal pasión; y si no triunfas de ella, bien puedes perder la esperanza de tu eterna salvación; ¿y yo qué partido quieres que tome? ¿quieres que, rebelde al espíritu santo, ahogue sus inspiraciones, y vaya por complacerte a enjugar lágrimas que el demonio te hace verter? ¿será fruto de mis meditaciones tan indigno desmán? ¡ah! seamos mas firmes en nuestras resoluciones: no permanezcamos en la soledad sino para llorar nuestros pecados y ganar en ella la bienaventuranza. principiemos a entregarnos a dios de todo corazón.
Bien sé que todos los principios son ásperos y difíciles; pero solo el emprender una acción heroica es glorioso, y esta gloria crece a medida de los grandes obstáculos que se superan: por eso debemos arrostrar con valor las dificultades que encontremos al abrazar la vida cristiana: en los monasterios es donde prácticamente se prueban los hombres como el oro en el crisol: nadie puede permanecer en ellos por mucho tiempo sino lleva dignamente el yugo de la penitencia.
Por perfectos que seamos, nunca faltan tentaciones, y aun hay algunas provechosas. No debe causar maravilla que el hombre no pueda eximirse de caer en ellas, pues que lleva en si mismo el germen que las produce, que es la concupiscencia. Apenas nos vemos libres de una tentación cuando otra la sucede: tal es la suerte de la descendencia del primer hombre, que siempre tendrá que sufrir, pues perdió su felicidad primitiva; y ni aun puede lisonjearse de que vencerá la tentación huyendo, porque si no unimos a la fuga la paciencia y la humildad, nos atormentaremos inútilmente; y con mas seguridad se consigue este fin implorando los auxilios de la misericordia divina, que con las armas que nos suministra nuestra flaca naturaleza. Sé constante, Eloísa: pon tu confianza en dios, y tendrás pocas tentaciones que combatir; y cuando quieran acometerte, ahógalas en sus principios, no las dejes tomar incremento ni posesionarse de tu corazón. Por remedio al mal cuando comienza, dijo un antiguo, porque si le dejas crecer no podrás atajarte. En efecto, toda tentación llega por grados: es un simple pensamiento en su origen, que no nos parece peligroso: la imaginación le recibe sin precaución ni resistencia; de él se forma un deleite que nos adula, nos saboreamos, y por último consentimos.
No dudo que pienses seriamente en tu salvación. Este es el único cuidado digno de ocupar tu corazón: arranca de él a Abelardo para siempre; y ve ahí el mejor consejo que puedo darte, porque la memoria de una persona a quien se ha querido criminalmente no puede dejar de ser dañosa por muy adelante que se vaya en el verdadero camino de la eterna salud. Cuando hayas destruido la funesta pasión que me tienes, te será muy fácil la práctica de las virtudes convenientes a tu estado. Tu alma dejará con alegría el miserable cuerpo en que está encerrada, y dará un vuelo rápido hacia la región de la bienaventuranza. Entonces te presentaras confiadamente al señor, y no verás la sentencia de tu reprobación sobre el libro de la vida: antes te dirá el salvador, ven, hija mía, ven a tomar parte en mi gloria, y a gozar de la eterna recompensa destinada a las virtudes que has practicado.
Adios, Eloísa, estos son los últimos consejos de tu amado Abelardo: ¡y que no pueda yo por la última vez infundirte las máximas más santas del evangelio! haga el cielo que tu corazón, tan sensible otras veces a mi corazón, se deje en ésta guiar por mi celo: que la imagen de Abelardo, amoroso siempre en tu espíritu, tome en lo sucesivo la forma de Abelardo penitente; y dios quiera derrames tantas lagrimas por tu salvación como te han costado las desgracias de
Abelardo
Abelardo fue un teólogo francés del siglo XII, profesor de la catedral de Nôtre Dame. Le contrataron para dar clases a Eloísa, una joven que a sus 16 años sabía teología, filosofía, latín, griego y hebreo. Los dos se enamoraron, pero el tío de Eloísa tenía planeado casarla con un aristócrata. Los jóvenes huyeron a Bretaña, se casaron y tuvieron un hijo. El tío de Eloísa nunca perdonó a Abelardo, acusándolo de haber seducido a su sobrina. En venganza, pagó a unos matones, los cuales fueron a casa de Abelardo, y mientras dormía, le castraron. Abelardo se sumió en una gran depresión, y decidió ingresar en un monasterio. Eloísa se negaba a aceptarlo, pero aún así él decidió que no tenía sentido seguir al lado de ella. Eloísa se metió en un convento y se hizo monja, pero nunca dejó de amarle. En 1142, Abelardo muere a los 63 años, y Eloísa, 22 años más tarde. Actualmente sus restos reposan juntos en el cementerio Père Lachaise de París
Abelardo y Eloísa.
Abaelard und seine Schülerin Heloisa es un cuadro del pintor Edmund Blair Leighton del año 1882).
Imagen de la tumba de Abelardo y Eloisa
Ne iuxta Boetianum. Apología contra Bernardum
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