Me quedaré soltera. Nadie me amará nunca. Por mi dinero sí, pero no por mi misma. Estoy condenada a la soledad”. Cuando la norteamericana Barbara Hutton escribió estos pensamientos en su diario tenía 14 años y su fortuna ascendía a 26 millones de dólares. Era la niña más rica del mundo pero también la más solitaria porque su fama de multimillonaria provocaba el rechazo de sus amigas.
A medida que cumplía años descubriría que el dinero que heredó de su abuelo, el dueño de los almacenes Woolworth, era una maldición. Nunca conseguiría ser feliz ni ser amada; los que se acercaban a ella lo hacían atraídos por su riqueza y su generosidad.
Bárbara lo sabía, y llenó su soledad con una larga lista de maridos, joyas, mansiones y viajes alrededor del mundo. También con grandes dosis de alcohol y barbitúricos que la ayudaron a sobrellevar la carga de su apellido.
La historia de esta mujer considerada una de las más ricas y extravagantes herederas del siglo XX es la de una niña nacida en una jaula de oro y marcada por un trágico destino. Su madre Edna era una de las tres hijas del magnate Frank Winfield, fundador de la célebre cadena de almacenes Woolworth. Edna se casaría con un guapo y avispado agente de bolsa de 24 años llamado Franklyn Laws Hutton.
La única hija del matrimonio nacería en Nueva York el 14 de noviembre de 1912. La pequeña Barbara heredaría la tez pálida, los ojos azules y el cabello rubio de su madre, la más atractiva y elegante de las hermanas Woolworth. Cuando Bárbara tenía cuatro años, descubrió el cuerpo sin vida de su madre en la suite del hotel Plaza de Nueva York. Edna se vistió con su mejor traje de noche y se suicidó ingiriendo un frasco de pastillas de estricnina. Tenía 33 años y no podía soportar más las infidelidades de su marido.
Tras este trágico suceso, Barbara se convirtió en una codiciado trofeo para la prensa sensacionalista. Había nacido “la pobre niña rica”y los periodistas la seguirían por todo el mundo dando fe de sus excesos y divorcios. Al perder a su madre, Barbara se quedó al cuidado de su abuelo Frank, que vivía en la mansión de Winfield Hall, junto a las costas de Long Island. En esta espléndida residencia de 53 habitaciones y rodeada de un ejército de sirvientes, pasaría el resto de su solitaria infancia.
Con la muerte de su abuelo comenzó para Barbara una época difícil de soledad y gran inestabilidad emocional. Viviría en distintas casas, y a cargo de personas que la rodeaban de lujos y caprichos. Como confesaría a un periodista, sus mejores amigos fueron a lo largo de su vida los miembros del servicio doméstico. Apenas veía a su padre, un hombre de mal carácter que mostraba poco interés por ella.
Hasta que cumplió los 18 años y le organizó una fastuosa fiesta para presentarla en sociedad. Fue una de las puestas de largo más célebres y ostentosas de su tiempo. Los festejos culminaron con un gran baile en los salones del hotel Ritz-Carlton de Nueva York. Asistieron más de 1.000 personas, entre las que estaban algunos de los apellidos más ilustres de EE.UU. Si el padre de Barbara había pretendido dar a conocer a su hija entre los miembros más distinguidos de la alta sociedad, el efecto que consiguió fue el contrario:los cazafortunas ya conocían a la heredera que parecía una presa fácil.En busca del amor Bárbara, que sentía debilidad por los hombres con título nobiliario y buen físico,se casó siete veces: con dos príncipes rusos, un conde danés –con quien tuvo a su único hijo, Lance–, el playboy dominicano Porfirio Rubirosa, un barón campeón de tenis y una estrella de cine.
El amor de un príncipe
En uno de sus viajes por Europa, Barbara conoció a un apuesto príncipe georgiano llamado Alexis Mdivani, prometido entonces de una amiga suya, Louise Astor Van Alen. Años después se rencontraría con el entonces matrimonio Mdivani en París. Era sólo cuestión de tiempo que la atracción que sentían Alexis y Barbara, conocida por todos sus allegados, provocara el divorcio de él. Un año después de la separación de Van Alen, Alexis Mdivani se casaba con la bella millonaria norteamericana a pesar de la negativa del padre de Barbara. El nuevo matrimonio del príncipe ruso y la rica heredera viviría una larga luna de miel, viajando alrededor del mundo y gastando el dinero sin ninguna preocupación en todo tipo de lujos. Pero a su llegada a Londres, para descansar del largo viaje, la relación de la pareja estaba tocada de muerte. La pasión, que no el amor, se había disipado.
En una fiesta organizada por Alexis para celebrar el vigésimo segundo cumpleaños de su aún esposa, Barbara empezó a flirtear con un conde llamado Court Haugwitz-Reventlow, que se convertiría primero en su amante y después, en 1935, en su segundo esposo.
El amor de un conde
El divorcio y posterior boda se produjeron en un intervalo de tiempo de poco más de 24 horas. Barbara se casó con Court en una ceremonia sencilla en Reno. La prensa no dejó pasar la ocasión para criticar a la frívola millonaria que se divorciaba y se casaba con tanta frivolidad.
De su matrimonio con el conde danés nacería Lance, el único hijo de Barbara. Al final, parecía que la Hutton había conseguido formar una familia más o menos normal. Instalada en una gran mansión en Londres, Barbara disfrutó de uno de los momentos más dulces de su vida rodeada de amor y de lujos mientras los trabajadores de los almacenes Woolworth, al otro lado del Atlántico, criticaban a su derrochadora dueña y hacían huelga para exigir salarios más dignos.
La mala imagen de Barbara en su país de origen empeoró cuando renunció a la nacionalidad estadounidense por petición de su marido quien la convenció para que mantuviera solamente la nacionalidad danesa.
A pesar de todo, el segundo matrimonio de Barbara terminaría pronto. El 28 de julio de 1938 firmaban un acuerdo de divorcio. A punto de estallar la Segunda Guerra Mundial, Barbara volvió a Nueva York con su hijo. El hostil recibimiento que sufrió por parte de la prensa y de los trabajadores de sus almacenes la obligaron a marchar a California donde la esperaba el que iba a ser su tercer marido.
El amor del actor
Barbara Hutton había conocido al famoso actor Cary Grant en 1938 en un barco cuando iba hacia Inglaterra. Ya entonces habían mantenido una discreta relación que ahora, libre de su segundo marido, no tenía que ocultar.
El 8 de julio de 1942 Cary y Barbara se casaban en California en la más estricta intimidad. Pero una vez más, su matrimonio le dudaría poco más de tres años. El actor y la millonaria llevaban vidas muy distintas y Cary no pudo soportar la presión de la prensa. En febrero de 1945 terminaba su historia de amor. Aunque Barbara y Cary mantuvieron una posterior relación cordial, lo cierto es que con 33 años, Barbara estaba de nuevo sola.
Después de mantener algún que otro romance, entre ellos uno con el también actor Errol Flyn, Barbara se trasladó a vivir a un palacio en la ciudad marroquí de Tánger conocido como Sidi Hosni. Después de gastar ingentes cantidades de dinero en decorar su nuevo hogar, lo convirtió en el centro de las fiestas y las tertulias de la alta sociedad mundial.
El amor de otro príncipe
En 1948 Barbara volvía a casarse de nuevo. Otro príncipe ocuparía su corazón. Aunque, mientras el primero era un príncipe con un título comprado, el segundo, Igor Troubetzkoy era un verdadero príncipe.
Durante su cuarto matrimonio, Barbara vivió mucho tiempo separada de su marido a causa de varias hospitalizaciones sufridas por una inflamación en los riñones primero y un tumor en el ovario derecho más tarde. Cuando la joven millonaria tuvo que asumir que se había quedado estéril remprendió con los malos hábitos de la bebida y el abuso de medicamentos que había iniciado tiempo atrás. A todo esto se sumó un diagnóstico de anorexia nerviosa.
En 1951 terminaba su matrimonio con el príncipe ruso y Barbara se trasladó a vivir a Tucson para poder estar más cerca de su hijo.
El amor del playboy
En mayo de 1953 Barbara se fue con Lance a Francia para asistir a un campeonato de polo en el que participaba su hijo. Allí conoció al que se convertiría en su quinto marido, Porfirio Rubirosa, un jugador de polo dominicano famoso por su fama de playboy. Ese mismo año se casaban en Nueva York. En esta ocasión ya desde el principio Porfirio se mostró distante con su enésimo capricho amoroso y se aprovechó sin ningún reparo del dinero de su esposa. No terminaron el año juntos.
Tras meses de viajes buscando no se sabe muy bien qué, Barbara anunció su sexto matrimonio.
El alcohol y los somníferos continuaron siendo su consuelo. Separada en 1959, y tras haber vivido el enésimo romance con otro hombre, Barbara regresó a Marruecos. Allí conocería al séptimo y último de sus maridos.
El amor del químico
Pierre Raymond Doan era un químico vietnamita que estaba casado y tenía dos hijos, situación que no fue un problema para la pareja de enamorados. Pierre y Barbara se casaron en 1964 para divorciarse pocos años después.
Cary Grant fue su tercer marido y el que mejor la trató. Tras su ruptura, el actor se lamentaba de que los periodistas se ensañaran con una mujer que no había podido elegir su destino. La prensa sólo mostraba su ostentosa y disoluta vida. Hablaban de la mujer que regalaba diamantes a sus sirvientas y que hizo ensanchar las calles de la medina de Tánger para que pudiera pasar su Rolls-Royce.Pero la millonaria anoréxica era en realidad una dama de gran sensibilidad artística y corazón generoso. Toda su vida colaboró, de manera anónima, con fundaciones benéficas. Sus buenas obras no interesaban a la prensa que la persiguió sin piedad hasta el lecho de su muerte, cuando apenas era una sombra de sí misma y su fortuna se había reducido a 3.000 dólares.
La conocida como “la chica del millón de dólares” –cantidad que cobraban sus maridos tras divorciarse de ella–, murió enferma, sola y arruinada. Tras perder a su hijo en un accidente, comenzó su declive. Bebía mucho, se atiborraba de somníferos, despilfarraba y acabó pagando por tener compañía masculina.“Soy como uno de esos puentes de Venecia que parecen no alcanzar nunca la otra orilla”, se lamentó en su vejez. Al final sólo quedó la sombra de una mujer esquelética, que ocultaba sus ojos tras grandes gafas de sol y que nunca consiguió sueño: ser amada.
La mala imagen de Barbara en su país de origen empeoró cuando renunció a la nacionalidad estadounidense por petición de su marido quien la convenció para que mantuviera solamente la nacionalidad danesa.
A pesar de todo, el segundo matrimonio de Barbara terminaría pronto. El 28 de julio de 1938 firmaban un acuerdo de divorcio. A punto de estallar la Segunda Guerra Mundial, Barbara volvió a Nueva York con su hijo. El hostil recibimiento que sufrió por parte de la prensa y de los trabajadores de sus almacenes la obligaron a marchar a California donde la esperaba el que iba a ser su tercer marido.
El amor del actor
Barbara Hutton había conocido al famoso actor Cary Grant en 1938 en un barco cuando iba hacia Inglaterra. Ya entonces habían mantenido una discreta relación que ahora, libre de su segundo marido, no tenía que ocultar.
El 8 de julio de 1942 Cary y Barbara se casaban en California en la más estricta intimidad. Pero una vez más, su matrimonio le dudaría poco más de tres años. El actor y la millonaria llevaban vidas muy distintas y Cary no pudo soportar la presión de la prensa. En febrero de 1945 terminaba su historia de amor. Aunque Barbara y Cary mantuvieron una posterior relación cordial, lo cierto es que con 33 años, Barbara estaba de nuevo sola.
Después de mantener algún que otro romance, entre ellos uno con el también actor Errol Flyn, Barbara se trasladó a vivir a un palacio en la ciudad marroquí de Tánger conocido como Sidi Hosni. Después de gastar ingentes cantidades de dinero en decorar su nuevo hogar, lo convirtió en el centro de las fiestas y las tertulias de la alta sociedad mundial.
El amor de otro príncipe
En 1948 Barbara volvía a casarse de nuevo. Otro príncipe ocuparía su corazón. Aunque, mientras el primero era un príncipe con un título comprado, el segundo, Igor Troubetzkoy era un verdadero príncipe.
Durante su cuarto matrimonio, Barbara vivió mucho tiempo separada de su marido a causa de varias hospitalizaciones sufridas por una inflamación en los riñones primero y un tumor en el ovario derecho más tarde. Cuando la joven millonaria tuvo que asumir que se había quedado estéril remprendió con los malos hábitos de la bebida y el abuso de medicamentos que había iniciado tiempo atrás. A todo esto se sumó un diagnóstico de anorexia nerviosa.
En 1951 terminaba su matrimonio con el príncipe ruso y Barbara se trasladó a vivir a Tucson para poder estar más cerca de su hijo.
El amor del playboy
En mayo de 1953 Barbara se fue con Lance a Francia para asistir a un campeonato de polo en el que participaba su hijo. Allí conoció al que se convertiría en su quinto marido, Porfirio Rubirosa, un jugador de polo dominicano famoso por su fama de playboy. Ese mismo año se casaban en Nueva York. En esta ocasión ya desde el principio Porfirio se mostró distante con su enésimo capricho amoroso y se aprovechó sin ningún reparo del dinero de su esposa. No terminaron el año juntos.
Tras meses de viajes buscando no se sabe muy bien qué, Barbara anunció su sexto matrimonio.
El amor del barón
Esta vez se trataba de Gottfried Kurt Freiherr, un barón amigo de Barbara desde hacía muchos años. La boda se celebró en Versalles el 25 de noviembre de 1955 y, a pesar de que la pobre Barbara estaba convencida que esta vez era la definitiva, el inevitable interés de Gottfried por los hombres impidió que aquel fuera un matrimonio feliz. El alcohol y los somníferos continuaron siendo su consuelo. Separada en 1959, y tras haber vivido el enésimo romance con otro hombre, Barbara regresó a Marruecos. Allí conocería al séptimo y último de sus maridos.
El amor del químico
Pierre Raymond Doan era un químico vietnamita que estaba casado y tenía dos hijos, situación que no fue un problema para la pareja de enamorados. Pierre y Barbara se casaron en 1964 para divorciarse pocos años después.
Cary Grant fue su tercer marido y el que mejor la trató. Tras su ruptura, el actor se lamentaba de que los periodistas se ensañaran con una mujer que no había podido elegir su destino. La prensa sólo mostraba su ostentosa y disoluta vida. Hablaban de la mujer que regalaba diamantes a sus sirvientas y que hizo ensanchar las calles de la medina de Tánger para que pudiera pasar su Rolls-Royce.Pero la millonaria anoréxica era en realidad una dama de gran sensibilidad artística y corazón generoso. Toda su vida colaboró, de manera anónima, con fundaciones benéficas. Sus buenas obras no interesaban a la prensa que la persiguió sin piedad hasta el lecho de su muerte, cuando apenas era una sombra de sí misma y su fortuna se había reducido a 3.000 dólares.
La conocida como “la chica del millón de dólares” –cantidad que cobraban sus maridos tras divorciarse de ella–, murió enferma, sola y arruinada. Tras perder a su hijo en un accidente, comenzó su declive. Bebía mucho, se atiborraba de somníferos, despilfarraba y acabó pagando por tener compañía masculina.“Soy como uno de esos puentes de Venecia que parecen no alcanzar nunca la otra orilla”, se lamentó en su vejez. Al final sólo quedó la sombra de una mujer esquelética, que ocultaba sus ojos tras grandes gafas de sol y que nunca consiguió sueño: ser amada.
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